sábado, 26 de septiembre de 2009

Paso de Ramos. Tercera parte.

Estoy casi seguro que era verano. Y durante la siesta. Hasta los perros se calmaban y las gallinas dejaban de escarbar el patio descubierto de pastos. La casa parecía vacía y yo sabía que nada tenía que hacer durante dos horas. Me tiré encima del piso frio de piedras del living. Los minutos parecían días. Miré a una fotografía gastada y rota de una pick up Jeep, de color verde que pertenecía a mi padre. La foto estaba pegada con cinta encima de la estufa. En la "caja de la camioneta", sonreían dos niños muy pequeños. Yo, que tenía unos diez años, sabía que era uno de ellos. No me acordaba cuando se había sacado esa foto. Pero mi padre me lo había dicho. Y yo no dudaba ni dudé jamás de su palabra.
Dejé de mirar la foto y repasé lo que podía hacer durante la siesta. La bicicleta estaba en "el cuarto de los juguetes" con una rueda pinchada. La descarté. Ir a jugar a los indios en el galpón correteando solo encima de las enormes bolsas de lana era otra opción. También la descarté. Volver al cuarto y acostarme boca arriba viendo las nubes pasar como vacas por la ventana tampoco me satisfacía.
Me levanté del living. Caminé dos metros y me senté afuera bajo la sombra del casco de la estancia. A lo lejos se veía el monte del Cuareim y poco más allá las llanuras de Brasil. El resplandor desdibujaba los contornos del rio transformándolo en un lugar fantástico. Mil alimañas circulaban debajo de los árboles, pensé.
El aburrimiento fue ganando lugar. Como fondo el ruido de las cotorras que anidaban en un bosque de eucaliptus cercano. El calor se hacía sentir y el paisaje del campo verde y amarrillo era un párramo vacio como un desierto.
Sin herramientas de diversión, intuí que había otro lugar mejor. Tal vez en el futuro. Pero en el futuro tampoco encontraría respuestas. Allí las procuraría en la infancia. Y, en ese buscar, percibí que Paso de Ramos era el mejor lugar posible.

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