miércoles, 7 de octubre de 2009

Topador

Es un pequeño pueblo rural ubicado a unos 35 kilómetros de Paso de Ramos y a 40 de la ciudad de Artigas. La carretera polvorienta lo corta por la mitad. A la entrada del pueblo, un "mata burros" (lomada) hace bajar la velocidad de las camionetas que lo cruzan en dirección a las estancias cercanas. A la izquierda del "mata burros" se encuentra una escuela rural de techos abovedados similares a las mezquitas indias. Alguién, en el pueblo, supuso que el albañil -un inmigrante-no sabía construir otro tipo de techos o, realmente, era un hindú perdido por la campaña artiguense que se ganó una changa en la escuela.
A la derecha de la escuela se encuentra el único bar del pueblo. Y, paralelo a la pared de piedra del fondo del bar, está la cancha de carreras de caballos. Los sábados en Topador son días de fiestas. Los "matungos" hacen fila preparándose para la "penca". La mayoría de ellos están dopados con "vitaminas" provinientes de Brasil.
Pero a nadie le importa. Lo que sí importa es la juerga y las apuestas. A veces, algunas terminaban a los balazos o con algún apuñalado. Pero eso no saca el sueño a nadie. Ni siquiera a los cinco milicos que viven en la comisaría para ahorrarse la pensión.
Al llegar el mediodía del sábado, el Vasco Arriceta, el dueño del bar, saca al patio un tanque de aceite cortado por la mitad lleno de cervezas, barras de hielo y aserrín. Las cervezas permanecen frías durante horas mientras los parroquianos, jinetes y los levantadores de apuestas las vacían en forma metódica. Como un mago moderno, el Vasco mantiene siempre el mismo nivel de cervezas en el tacho, mientras se seca las manos heladas en la camiseta mugrienta que le deja el ombligo de afuera.
Ahí, debajo de unos paraísos, tomé la cerveza más fría de mi vida. Cada vez que me llevo un vaso espumoso a la boca, recuerdo a ese bar de Topador. Ayer, en un boliche mugriento del Puerto, rodeado de matones desempleados por el avance de la modernidad, me prometí volver a ese bar de Topador. Es que una cerveza un grado más fría que en el resto del planeta es un tesoro preciado.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Paso de Ramos. Tercera parte.

Estoy casi seguro que era verano. Y durante la siesta. Hasta los perros se calmaban y las gallinas dejaban de escarbar el patio descubierto de pastos. La casa parecía vacía y yo sabía que nada tenía que hacer durante dos horas. Me tiré encima del piso frio de piedras del living. Los minutos parecían días. Miré a una fotografía gastada y rota de una pick up Jeep, de color verde que pertenecía a mi padre. La foto estaba pegada con cinta encima de la estufa. En la "caja de la camioneta", sonreían dos niños muy pequeños. Yo, que tenía unos diez años, sabía que era uno de ellos. No me acordaba cuando se había sacado esa foto. Pero mi padre me lo había dicho. Y yo no dudaba ni dudé jamás de su palabra.
Dejé de mirar la foto y repasé lo que podía hacer durante la siesta. La bicicleta estaba en "el cuarto de los juguetes" con una rueda pinchada. La descarté. Ir a jugar a los indios en el galpón correteando solo encima de las enormes bolsas de lana era otra opción. También la descarté. Volver al cuarto y acostarme boca arriba viendo las nubes pasar como vacas por la ventana tampoco me satisfacía.
Me levanté del living. Caminé dos metros y me senté afuera bajo la sombra del casco de la estancia. A lo lejos se veía el monte del Cuareim y poco más allá las llanuras de Brasil. El resplandor desdibujaba los contornos del rio transformándolo en un lugar fantástico. Mil alimañas circulaban debajo de los árboles, pensé.
El aburrimiento fue ganando lugar. Como fondo el ruido de las cotorras que anidaban en un bosque de eucaliptus cercano. El calor se hacía sentir y el paisaje del campo verde y amarrillo era un párramo vacio como un desierto.
Sin herramientas de diversión, intuí que había otro lugar mejor. Tal vez en el futuro. Pero en el futuro tampoco encontraría respuestas. Allí las procuraría en la infancia. Y, en ese buscar, percibí que Paso de Ramos era el mejor lugar posible.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Hitchhiking

Frente a la Fortaleza de Santa Teresa, en la muy prolija y asfaltada ruta 9, hay una palmera petisa que sirve de sombra a los que esperan algo bajo el sol. En esa ruta, que siempre parece a punto de derretirse, los autos pasan como bólidos, zumbando y rompiendo por segundos ese silencio gigantesco, señorial, de la fortaleza y su entorno. Pasé muchos veranos bajo la sombra de esa palmera, esperando que alguno de esos motores que primero sonaban lejanos y después se hacían cada vez más audibles detuviera su marcha y me llevaran a cualquier otro lugar, a cualquier playa de las tantas que hay en esos kilómetros rochenses de océano y arena . Me acuerdo de la adrenalina chicaneando cuando un auto comenzaba a aminorar y yo empezaba a correrlo de atrás para subirme y seguir camino. También me acuerdo de la libertad de andar sin destino ni equipaje. Suelto.

jueves, 24 de septiembre de 2009

Paso de Ramos- Segunda parte

Otra vez viene a mi mente el gran Kundera. En la novela "La Broma", el personaje principal llega a su casa derruida tras varios años de ausencia. Recuerda el lugar donde dormía cuando era pequeño. En el momento que leí la novela —tenía unos 20 años— pensé que esa era una imagen algo exagerada de Kundera para buscar efectos. Sabía que el autor checo buceaba entre la filosofía, la literatura y la psicología para explicar sus textos.
Nunca pensé que yo me transformaría también en un personaje de "La Broma". Veinticinco años más tarde de leer la novela, me entero por mi hermano que la casa donde vivimos esta semidestruida.
Otra vez Paso de Ramos vino a mi mente con la fuerza de Katrina. Fue solo cerrar los ojos y recorrí mentalmente cada uno de los lugares del casco de la estancia donde viví los primeros años de mi niñez. Pero a diferencia del personaje de "La Broma" no me animé a viajar hasta Paso de Ramos para ver la destrucción del paso del tiempo. Entré en el Google Earth. Para ubicarme, recorrí lentamente el camino "de la aviación" que parte de las afueras de Artigas y lo seguí hasta su final. Luego ingresé al campo "de la frente" y "estacioné" el cursor en el portón de entrada de la estancia.
Volando en una avioneta imaginaria a unos 100 metros de altura, observé que mi hermano tenía razón: el techo del galpón de lata se había caido. Lo mismo había ocurrido con el de la cocina. También se había derrumbado la pared de una habitación secundaria que tenía una estufa donde comíamos, por la mañana, asados recalentados.
No seguí. Desconecté el Google Earth.
Luego recordé como ese hermano se fue de la estancia la ultima vez que la visitó. El relato ahora es de mi madre: lo vió atar con cuidado los alambres de las puertas de entrada al casco. Tal vez no quería que sus sueños de chico se escaparan. Luego regresó cabizbajo hasta la camioneta y arrancó.

martes, 22 de septiembre de 2009

Paso de Ramos- Primera parte

El departamento de Artigas es el más alejado y el que tiene menor comunicación con los municipios vecinos y con la capital del país. Las rutas que unen Artigas a Salto o a Rivera son, por lejos, las peores del Uruguay.
En Artigas existe un lugar realmente inhóspito. Un lugar donde un auto puede circular durante dos horas por un camino rural sin siquiera ver, a lo lejos, a un paisano encima de un caballo.
Ese auto sale de Artigas por el camino "de la aviación". Se trata de un carretera de tosca, lleno de piedras que cruza riachuelos, montes y grandes extensiones de campo. El camino reproduce, como un espejo, los serpenteantes vericuentos del río Cuareim, que limita a Uruguay de Brasil.
Algunos pasajes de ese camino son casi intransitables para un pequeño auto. La velocidad promedio allí es de 20 kilómetros por hora. En los días de lluvia, un auto pequeño no cruza los arroyos crecidos. Solo los vadea una camioneta cuatro por cuatro.
Después de recorrer 60 kilómetros, el visitante llega al final del camino. Se siente la presencia del río escondido detrás del monte. Detrás de la portera hay varios espinillos y un pastizal. Apenas se percibe entre ellos que el camino continúa. A un costado de la portera hay un mirador de madera de unos 20 metros de altura utilizado por la Policía para controlar los movimientos de tropas que los estancieros del lugar intentaban pasar a Brasil de contrabando.
El paraje se llama Paso de Ramos.
Si el visitante cruza la "pared" de espinillos, ve los restos de un pueblo abandonado. Ya no tiene calles. Y en él no ocurre lo mismo que los pueblos abandonados del oeste norteamericano donde el viento forma remolinos en las calles y la puerta de la taberna golpea sin cesar.
Si el visitante camina hasta el río, observa una pequeña playa de cemento que hace 40 años ofició de embarcardero para los botes que cruzaban al pueblo Paso de Ramos ubicado en la ribera brasileña del Cuareim. En esa época la familia Ramos vivía allí y dio nombre al pueblo y a todo el paraje. Un niño de siete años correteba detrás de una pelota de goma junto con sus 10 hermanos y otros pequeños del pueblo. Se llamaba Venancio. Pero sus amigos lo bautizaron "Chicharra" por su tono de voz agudo. Cuando ese niño cumplió los 20 años, el conocido relator Víctor Hugo Morales quedó ronco varias veces en el Estadio Centenario gritando su nombre. Venancio, vistiendo las camisetas de Peñarol o de la Selección Uruguaya, enloquecía a sus marcadores.
Si el visitante continúa caminando por el segundo pueblo abandonado —el que está en el lado brasileño— ve a su derecha a una casa derruida y a una escuela abandonada. A unos 80 metros a la izquierda de la escuela, se encuentra una posada antiquísima. Las paredes son de barro y los pisos de tierra apisonados. El techo fue construido con una especie de paja durísima cortada al costado del Cuareim.
La posada tiene una construcción en L donde en una parte se encuentran los salones "públicos" para decirlo de alguna manera y en la otra los aposentos del propietario. La posada está vacia.
Por una ventana semiabierta y a través de los vidrios sucios, el visitante puede entrever las dos mesas de casín y algunos tacos tirados encima de las mismas. En el otro extremo está la barra. Una botella de ginebra descansa sin terminar encima del mármol sucio.
El visitante miró por encima de su cabeza para ver si venía alguién por el camino que une Paso de Ramos con la ciudad brasileña de Uruguayana. Apenas vió un "boi" (ganado) pastando distraido.
Casi, casi, forzó la ventana para beber una copa de ginebra. Lo invitaban los fantasmas de los paisanos que antes llenaban ese salón.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Gaza

Son las 19 horas en Gaza. El sol cae como al mediodía de un 7 de enero en Uruguay. A mi no me importa. Me arrastro con una Ak-47 en mi mano derecha. Acomodo el velo que me cubre una gran parte del rostro. A pocos kilómetros veo varios montes y a lo lejos páramos de Cisjordania. Todo el paisaje me hace recordar el Nuevo Testamento. Recuerdo que lo leía tirado en el sofá del living fresco de mi casa en Artigas y la Biblia abierta en el suelo. Por eso estoy feliz. Estoy en el lugar donde nació Cristo y peleando contra los infieles, los norteamericanos.
Me parapetro detrás de varias piedras. Debajo de un valle hay una carretera. Por allí se desplaza lentamente un largo convoy. Hay camiones con tropas y de abastecimiento. Creo que vamos a atacar. Mi corazón está a mil. Es mi primer ataque. Detrás veo que mis compañeros bajan el valle a toda velocidad. Giro mi cuerpo y a unos 200 metros veo a un helicóptero norteamericano suspendido en el aire. Sus misiles nos apuntan.
La ansiedad se cambia por el miedo. A este se le agrega la incertidumbre. Pienso en la mala suerte, en la putísima mala suerte. De todas formas, quiero estar ahi.
Y cae el primer misil...

viernes, 11 de septiembre de 2009

En ese bar de Lascano

En Lascano hay una plaza que no es nada distinta a todas las putas plazas de los pueblos chicos del interior. En el centro de la misma, sin sorpresas, hay una estatua del prócer José Artigas, que soporta estoico años y años de cagadas de palomas sin limpiar. Sí éste Artigas pudiese hablar, seguramente le rogaría a Tabaré Vázquez que lo traslade a otra parte. Alrededor de la plaza: una comisaría, una iglesia, un club social, una agencia de ómnibus, un Banco República, una farmacia, una heladería, la Junta Municipal y un bar. En ese mismo y aburrido bar de plaza del interior, en ese tedioso lugar donde nada parece pasar, ahí con el único ruido ambiente de un desvencijado ventilador de techo y la lejana charla de un par de borrachos parroquianos, ahí con una cerveza fría en mis manos y balconeando la rutina de un viernes por la tarde de un pueblo en donde todos se conocen. Ahí me gustaría estar en este momento. Ahí, y no acá.